He de confesar que desde que tengo uso de raciocinio me gustan los hombres, y desde que tuve uso de disernimiento, me gustan los yumas. No me importa su pais, creencia, costumbres o etnia, me gustan los yumas. A los 5 años me enamore tan intensamente de Mickie Mouse que vigilaba su entrada triunfante a las 5 por la antena de mi casa ubicada en el patio. Allí cansada de esperar, entró un día el Tío Stiopa y quede seducida con la marcialidad del muñequito ruso de quien fuí pareja hasta los 12 años, edad de suficiente madurez para empezar a buscar algo mas tangible para amar. Fué cuando comenzaron a construir la central nuclear de Juraguá y con añoranza titánica me encarné en un técnico francés que me dió botella y que estoicamente se negaba a ser pedófilo, aunque juré por todos los santos ser mayor de edad sólo que diezmada por el hambre genética que imperaba en mi familia desde la reconcentración de Valeriano Weyler. Como Française no era nada estúpido, inventó una rotura emergente del camión para bajarme inmediatamente, fingí llorar y me recogió de vuelta por lástima, yo no volví a abrir la boca en todo el trayecto.
De vuelta a casa idealicé y soñe con aquel hombre, hasta que el destino me llevo a la UNiversidad de Matanzas, a visitar a una hermana que allí estudiaba y un negrito con marcas tribales en la cara se me sentó al lado en la guagua en que yo iba. Me enamoré inmediatamente, un flechazo atravezó mi corazón con forma de lanza Massai. Me imaginé corriendo la pradera africana y ordeñando búfalas y haciendo collares de bolitas missangas. Mi idea de atraer la atención del semipigmeo fue abortada cuando el pequeño levantó el brazo dejando una estela de perfume intenso mezclado malignamente con un grajo casi mitólogico de tan violento. Cuando pasé mi crisis olfativa y volví a la realidad, era yo la portadora del grajo contagiante, que me dominó durante los dos años siguientes.
En Alamar conocí a unos jóvenes palestinos de vacaciones en los cuales enfoqué mi atención camaleónica. Estudiaban medicina y casi todos se llamaban Mohamed. Por eso me apasioné violentamente por Mohamed, el más feo de la excursión, por mas señas, me gustan los hombres feos. Le comí la cajita de arroz con pollo que le correspondía y le juré amor eterno, mientras focalizaba alguna prenda para pedirle como muestra de amor, pero Mohamed, inerte de hambre, no tenía nada que darme y muy rápido se me pasó la euforia.
(Como esta historia es larga y tendida recomiendo a mi amiga NIcolaza que tenga paciencia, por que lo bueno viene despues.....)