Habían otros carritos, claro. MOngo el carbonero no era tan pintoresco pero si vital, traía una yegua ciega que sabía de memoria el recorrido y lo hacía con mansedumbre bestial, paja, carbon, sacos de yute y tizne, como un volcán de fumarola oscura, quemada,MOngo de ojitos semicerrados por el churre vendiendo el combustible para la comida casera, aquella que tan bien sabía hecha en el carbón.
Estaba como no, el carrito del amolador de tijeras, una flautica tímida a lo lejos sacando amas de casa con sus tijeras en la mano, a veces, hasta cuchillos, pero eso era menos probable. El amolanchín, le daba al pedal de su carrito, y la pieda aspera comenzaba a expelir estrellitas multicolores. Cometas, NOvas, Enanas rojas, las estrellitas brotaban. Paraba, y con un trapito en la mano, comprobaba la eficacia de su piedra de esmeril, acabando así la tremenda magia de hacer fuego con una simple piedra y una tijera.
El carrito de Mandel, un viejito anónimo y aleman, que vivía en un semidestruído caseron de madera, y le faltaba una pierna. Un prosaico pedazo de cuero cubría el muñón y un carrito con cadena de bicicleta manual lo llevaba raras veces por el pueblo, haciendonos delirar de gusto por el ingenioso invento que se desplazaba, impávido por las calles de mi pueblo.
Y estaba el carro del helado, era de Sanchez y paraba, atrayendonos, con sus helados de mamey colorado, de mango y de papaya, Sanchez, heladero desde que hay uso de memoria,especialista en barquillos crujientes, una maravilla que no podía ser de todos los días. El dinero. El dinero siempre jodiendo las mas lindas ilusiones de la infancia.